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Nieve y Hambre, capítulo 1: La silueta entre los árboles

E5 - Hambre

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25/09/2017, 03:14
Saga Olrik

Acariciaba en quedo silencio un pensamiento lejano que no terminaba de abandonarla ni de asentarse, quedando en el limbo perdido de la conciencia humana; una sombra nubla que se había posado en su mirada desde aquel día. Empleaba manos y habilidad de forma maquinal sin prestar atención. No le hacía falta, por otro lado. Cambiar vendajes y aplicar ungüentos era una de las pocas razones a las que se aferraba para tratar con otro ser vivo. Mataba el resto del tiempo en su libro, creando una historia que rellenase aquel capítulo de su vida con la mayor fidelidad posible. En raras ocasiones, también se la podía atisbar en la lejanía como una sombra perdida, bailando pausadamente al ritmo de un tambor silencioso, enlazando paso tras paso con la ceremonia de un guerrero repitiendo estocadas hasta hacer del movimiento una extensión natural de su propio cuerpo. Hermoso, sin duda. Y por las noches, cuando la oscuridad se fundía con las sombras y los crujidos inciertos del bosque despertaban temores, mataba el tiempo junto al fuego bebiendo metódicamente, como si ninguna otra cosa tuviera que hacer en el mundo, dejando que la ebriedad enturbiase su mirada arrastrándola con cada trago a un pozo más y más profundo. Había errado; a conciencia.

Aquella tarde, sin embargo, se encontraba junto a Ingur en una de las casas que por infortunio estaban deshabitadas, atendiendo el desgarro que había dejado lo que antes tenía por pierna izquierda. El dolor era tan intenso e insoportable la mayor parte del tiempo que lo raro era no encontrarle ebrio y casi inconsciente o entre aullidos desgarradores, y en ambas situaciones prácticamente intratable. Razón también por la que le habían pedido no muy amablemente que se largase a un sitio donde sus comentarios no los escuchara nadie. El fuego crepitaba junto a la tormenta que arreciaba afuera, levantando quejidos en la madera y rugidos lejanos que a ratos se confundían con los propios gruñidos del mercenario. No le cabía duda de que saldría de aquella. Después de la que habían pasado, seguía luchando como un animal, tenaz y tozudo, empeñado en no dejarse morir. Eso podía entenderlo.

Ambos eran supervivientes y ambos habían hecho y harían lo que fuese necesario para seguir adelante. Recordó con un esbozo de sonrisa que era una cabrona mal parida que entendía el precio del norte y el precio de la vida, y gracias a ello se las había ingeniado para sobreponerse: a la bestia, con los lochgjest, en Kalsrude, en los caminos, al invierno. En Sultünge. Pero le pesaba demasiado y había ratos, especialmente cuando oscurecía y la noche se apoderaba de todo con sus zarpas sinuosas, en los que no podía.

“Si hay que hacer algo, lo haces y punto.”

Y lo había hecho, y gente había muerto por ello. Pérdidas que ya no se podían reparar…

-¡Au! Ten cuidado, joder -ladró Ingur.

Saga parpadeó volviendo en sí para darse cuenta de que no sabía muy bien qué estaba haciendo. O cómo. Frunció el ceño sin responder y deshizo las últimas tres vueltas para ajustar el vendaje de forma diferente; más suelto. Cuando terminó -creyó haber escuchado algo entre medias a lo que no prestó atención-, se incorporó apoyándose en las rodillas y le robó la jarra de cerveza (o lo que fuera, con tal de que contuviese licor) para darle un largo trago. Esa era otra de las cosas que hacía mucho, beber.

Se quedó mirándole pensativa, él sentado en el camastro. Había visto la forma en que miraba el hueco donde antes había habido carne y hueso y piel. Lo echaba en falta, como parecía echar de menos muchas otras cosas de su vida de las que nunca hablaría. Pero no era la primera cicatriz ni sería la última. Estaba la que cruzaba casi en vertical, desde la frente hasta la altura de la boca: una marca mal curada, gruesa y espantosa que no le había dañado el ojo de milagro. Le endurecía el rostro ya de por sí hosco y cuando sonreía -mueca burlona ya parte de su jerga habitual- se le tensaba distorsionando más sus facciones. Había más, en sus manos sobre todo, llenas de muescas y tajos, algunos ya viejos y otros no tanto. Otra, delgada y zigzagueante, le asomaba sobre el omóplato hacia el cuello y aún le había atisbado una tercera, al descuido, a la altura del codo derecho perdiéndose bajo la manga. Era todo lo que un mercenario de Goldar podía ser, crudo, desabrido y con aquel humor ácido que vestía día sí y día también. Sin embargo, la norne intuía en él una sabiduría de las que se ganan pagando con sangre y sufrimiento. Una que no se encontraba en los libros ni en los caminos ni en las iglesias: la Ley de los Yermos que tantas voluntades había quebrado en los siglos habidos y por venir.

La cazó mirándolo inmersa en sus pesquisas, por mucho que Saga quiso disimular pegando los labios a la jarra.

-Qué.

La hedense negó con la cabeza alzando los hombros en un gesto indeciso. Tragó.

-Me recuerdas a alguien. Curiosamente también tiene un corte en la cara justo donde tú.

-Bah. Seguro que no es tan guapo.

Ingur le reclamó la cerveza de vuelta, apurándola, y entre esas Saga pudo advertir un deje curioso de reojo. Bajo el ceño y la rigidez de sus cejas, le había descubierto una mirada clara y azul como los charcos en las mañanas de invierno. Una que encerraba demasiadas cosas. Suspiró profundamente, reteniendo el aire en los pulmones antes de dejarlo escapar. Quería decir algo.

-Dijiste que somos iguales. Gente que hace lo que tiene que hacer para sobrevivir. Mala gente.

El norteño puso los ojos en blanco. No es como si pudiese saltarse aquella conversación. Estaban solos e Ingur se había asegurado con sus impertinencias de que nadie se acercase a incordiar muy de seguido.

-Y gracias a eso estamos vivos. Tenías razón y no te quedaste parada. Date una palmada en la espalda si quieres.

-No… Casi los perdemos.

-Y no fue culpa tuya. Se lo dijiste y no quisieron escuchar. Las cosas han salido como han salido, pero seguimos vivos. ¿Qué más quieres?

La norne se perdió por un momento en la pregunta y su mirada gris se enturbió. Era extraño que de entre todos ellos Ingur fuese el que había logrado mantenerla con la cabeza en su sitio. Sin preguntas ni peros, y eso era lo que necesitaba: alguien que no hablara de más ni cuestionara ni juzgara por qué o con qué derecho. Por eso sus visitas, más bien excusas, eran las más frecuentes.

-No lo sé. -Se mordió el labio-. Supongo que haber sido más lista, haber estado por delante de ellos. De todos. Haber escuchado más.

-Has hecho lo que tenías que hacer. Punto. Olvídate. Torturarse no sirve más que para perder la cabeza.

-Se podría haber hecho más.

-¡No jodas!

Ingur repitió aquel gesto, el de los ojos en blanco, y después soltó una risotada agria y mezquina. Le observo rellenar la jarra y la vaciaba con la misma rapidez.

-Podría tener la pierna todavía, pero las cosas han salido como han salido, hedense.

-¿Y si el ritual…?

-Saga -pronunció con severidad, a lo que ella no pudo más que mirarle, encontrando un muro firme e impasible en sus ojos-. Basta. No tenía solución. Era un monstruo que había que matar, por Bedelia y por toda la gente que se llevó por delante. Para vivir. Tenía que hacerse.

Quiso responder, a malas, pero se mordió el labio en vez. Tenía razón y aun así esperaba de alguna manera que él desmontara aquel silencio pieza a pieza. Seguía sintiéndose incapaz de dar la cara. Su decisión le había robado cualquier posibilidad de comprobarlo, por mínima que fuera. Se agachó para recoger todos los materiales en silencio, dejándole beber y ahogar las penas y las alegrías y todo lo demás. A veces se preguntaba si de verdad servía para algo más que para un dolor de cabeza o si sencillamente entraba en su línea general sobre cómo lidiar con la vida. La yegua madre recordó que había dicho en su delirio.

Fue entonces, al levantarse con intención de despedirse, cuando se cruzó con su mirada; no como antes. No con aquel gesto burlón o aquella sonrisa sardónica o aquella mueca indiferente. Era una mirada firme, calmada y celeste, con los ojos ensombrecidos fijos y atentos. Sincera, habría dicho, a pesar del alcohol en la sangre, y Saga pensó que hacía muchos inviernos desde que alguien la había mirado como realmente era y no como querían que fuese: una ensoñación sacada de un cuento, una persona gentil y buena, alguien honesta y de confianza. Le pareció que en aquel momento él la veía, que la había visto desde el instante en que lo había amenazado con su daga.

Las palabras perdieron su sonoridad y Saga fue consciente de cómo su respiración se volvía más lenta y profunda, acariciando un pensamiento escurridizo que se acercaba a la impaciencia. Necesitaba saber que no se había equivocado. Necesitaba un consuelo, un entendimiento que ni Will ni Bedelia ni Ashe podían ofrecerle. Necesitaba… De la nada siguió un impulso, un latido, un retumbar del tambor que dicta la inconsciencia humana. Alargó la mano posándola sobre el cuello del norteño con el pulgar bajo el mentón, obligándolo a sostener la mirada. Y aquel gesto lo cambió todo.

Ingur respondió casi en un reflejo aferrando su muñeca con fuerza, deteniéndola en un intento de leer aquel instante cargado de incertidumbre. Recordaba haber visto aquel brillo peculiar en su mirada antes, aunque no supo decir cuándo.

-¿Qué haces? -pronunció con firmeza, no sorpresa.

Lo dijo sabiendo perfectamente qué hacía pues ambos eran adultos curtidos por la necesidad y la tragedia, y ambos habrían reconocido de un simple vistazo el lenguaje del hambre carnal en cualquier rincón.

-Necesito…

-Saga -atajó.

-Cállate -dijo en un quejido de animal herido-. Cállate por una vez.

Empujó su peso sobre él al inclinarse y esta vez Ingur no pudo replicar, o quizá no quiso hacerlo demasiado ebrio o demasiado intrigado.

La hederse titubeó en ese efímero instante en el que siempre bailan las malas ideas, ensordecidas por el ruido de su propia respiración, e hizo desaparecer la distancia entre ellos buscando su boca en un roce corto y torpe, de los que indagan sin saber muy bien hacia dónde van. Y después otro, más largo. Y otro más. Esta vez ya no tuvo que preguntarse a qué sabrían aquellos labios en su lengua, gustando el rastro agrio y fuerte a alcohol. Se apartó unos centímetros para respirar, las pupilas dilatadas mirándolo insólitamente confusa y la boca entreabierta. Su agarre ya no la detenía y en sus ojos, ahora sorprendentemente cálidos, descubrió que ya no había peros sino hambre.

Esta vez fue él quien oprimió el abrazo, buscándola con ansia y la necesidad de oxígeno y de vida. Y mientras la mano del norteño, una mano áspera y firme, la empujaba de vuelta a su boca, Saga fue dolorosamente consciente de algo. Quería contar todas sus cicatrices con los dedos y con los labios. Quería hacerlo no una sino muchas veces. Quería cambiar el ritmo de su respiración, provocarle y estremecerse bajo su cuerpo y luego ponerle boca arriba, y subirse, abrirse suavemente para él con un gemido larguísimo y besarle mientras lo hacía. Besarle con rabia pero sin prisa, sin agobios, hasta moldear aquellas líneas que tan indiferente le hacían a veces. Abandonó sus labios aventurándose con dientes y lengua por su cuello en el desespero de descubrir un centímetro más que no hubiese visto antes. Lo sintió gruñir contra su hombro y arquearse, presionar su espalda con las manos, enredarse en su pelo y después descender hasta asir su cintura, los dedos clavándose en la carne como si proclamaran propiedad. Después, empujándola bruscamente hasta quedar a horcajadas sobre él, no sin algún que otro quejido que el frenesí del momento pasó por alto, volvió a besarla con avidez, y Saga descubrió que sus brazos la envolvían perfectamente, atándola cerca, muy cerca, donde la distancia no existía y el único aire a respirar era el que había en sus bocas.

Ignoraba en qué momento de aquella historia había nacido esa necesidad animal de unirse, de revelar sus cuerpos entre la piel y las ropas de las que se deshacían el uno al otro: botas, botones, lazadas, el tintineo metálico de las armas que pendían del cinturón, el jubón de cuero cayendo pesadamente. Mirarse un instante, cómplices, con el vello erizado por el frío y el calor y la anticipación. Aflojar el nudo de la camisa lo suficiente como para entrever por primera vez. Los pantalones abiertos en las caderas del norteño, la mano de la hedense entre ellos y su piel, el vigor masculino. Jadeos que despertaban caricias, o quizá al revés. Deslizar las manos ásperas por la suavidad de la piel, recorriendo el cuello y los hombros, la línea de la clavícula y el trazado del colgante que pendía entre sus pechos desnudos, cubriéndolos. Y por enésima vez encontrarse cara a cara, hombre y mujer descubriéndose de cerca, expuestos, buscándose absortos y cómplices entre gemidos que sonaban a gozo y a desafío y a más. Y sólo por aquel instante hecho de brevedad fugaz e intensidad egoísta, mientras Saga apretaba los muslos contra sus caderas dejándose arrastrar por la marea hacia lo más profundo, adentro, muy adentro, pensó que habría sido una pena morir en el intento.