Partida Rol por web

El norteño que ha lanzado el hacha aparece a vuestras espaldas, sobre la pared de piedra junto a la que preparasteis el refugio. No veis a nadie más, así que deben de ser cuatro, si no hay alguno más escondido. Los tres que están frente a vosotros parecen todavía algo asustados, y parece que no se atreven a acercarse a Drunfo. Uno de ellos, sin embargo, parece encontrar fuerzas suficientes para dar un par de pasos hacia delante, mientras interpone un hacha de guerra entre el gigante y él.

Thorir agarró fuerte sus espadas y tras soltar un grito comenzó a cargar contra el que tenía enfrente. Los filos de las espadas rasgaban el aire a su paso y la respiración de Thorir se helaba tras de sí, sólo había una posibilidad de salvación, salir con vida de aquel combate.

La carga de Thorir llega como un rayo inesperado, que corta la nieve entre destellos plateados hasta llegar a su objetivo, el único de los cuatro asaltantes que ha osado dar un paso al frente. Valentía o estupidez, esa valoración no le corresponde al heredero del clan Yormef, que le limita a trazar sendos arcos con sus espadas, buscando eliminar a un rival peligroso en una clara situación de desventaja numérica. Su rapidez de respuesta, su determinación, su firmeza al sujetar las dos hermosas espadas, cada uno de estos hechos alude a su fiereza como guerrero, y a la sangre noble que corre por sus venas. El grito de guerra nace en su garganta, testigo del espíritu del guerrero que arde en su interior.

El norteño intenta defenderse, alzando su hacha de guerra. Los acero cruzan, los brazos tiemblan. Gruñidos, forcejeos, miradas de pánico o amenaza. Los pies del defensor se echan hacia atrás, y una de las espadas de Thorir baila a sus espaldas, apareciendo por el flanco de su hermana, en un ángulo ciego. El infeliz norteño apenas si puede apartarse, antes de que el filo de la espada trace una fina línea en su antebrazo. Un corte superficial, más una marca que una herida, que sin embargo parece dejar claro quién lleva la voz cantante.

Entonces el suelo tiembla, y como si de un gigante de hielo salido del mismo Ginnungagap se tratase, la silueta de Drunfo aparece de la nada. Una montaña imparable, una sombra que parece ignorar cualquier dolor producido por el corte de su espalda, que deja caer gotas de sangre al suelo. Ni el hacha mordió su piel ni el frío ni el cansancio pueden detener a la mole, que enarbolando su inmenso mandoble carga contra la misma figura que su improvisado compañero, la cuál estaba recobrándose y parecía prepararse para un contraataque. Contraataque que nunca llega a ocurrir, pues la embestida de aquella masa de músculos le lanza volando por los aires, hacia un árbol cercano.

Pero el ataque de Drunfo no acaba ahí, pues su espada ya traza un arco hacia otro de los que allí se encuentran, uno de los dos que, a diferencia de su desafortunado compañero, no tuvo el valor de responder al desafío. El mandoble corta el aire, emitiendo un zumbido que más bien es un estruendo en los oídos de la víctima, la cuál puede observar como su esperanza de vida parece acortarse al mismo ritmo que el filo de la espada que se le acerca. Quizás por puro instinto, quizás por pura suerte, logra interponer su espada, apenas un cuchillito en comparación al inmenso mandoble que debe parar, en la trayectoria del ataque. La inercia es imposible de parar, pero el acero logra desviar el golpe lo suficiente como para que este no impacte en su objetivo.

Con los ojos desorbitados, el contrincante de Drunfo da unos pasos atrás, intentando recuperar el equilibrio. Su compañero, recuperándose de la caída, mientras se incorpora, se despoja de la nieve que cubre sus hombros con una sacudida, y alza su hacha mientras enseña los dientes. A vuestras espaldas, el cuarto norteño, que todavía no ha actuado, parece recobrar el aplomo y da un paso adelante, sujetando con fuerza su espada. El de las hachas os mira con el ceño fruncido, y el valor que mostró desde el principio del combate no parece haberse resentido.

En resumen, cuatro contra dos. Pero nadie dijo que fuera a ser una pelea justa...

-AAAAARRRRRGGGHHGHGH!!!!!!

Gritó Drunfo

Quizás envalentonado por el grito de Drunfo, Thorir responde con un desafío igualmente decidido, aunque desde luego menos imponente, mientras carga con sus dos espadas relucientes contra el enemigo que está frente a él. El norteño, sin embargo, parece haberse preparado contra su adversario, y desvía una de las espadas con su hacha, mientras con un paso lateral evita la segunda estocada. Un nuevo golpe, y el acero se traba en el hueco que hay entre el hacha y el mango, haciendo que Thorir pierda el control de su espada y, por tanto, también el equilibrio. Un empujón por parte del norteño hace que el guerrero se vea obligado a dar unos pasos hacia atrás, chocando contra un árbol y recibiendo un aluvión de nieve sobre su cabeza que le hace perder la visión durante unos segundos. Por suerte, logra recomponerse justo a tiempo, pues se aparta un instante antes de que el hacha se clave en el tronco del árbol. El combate entre los dos norteños parece encarnizado, y aunque la rapidez de Thorir le ofrece cierta ventaja, la fiereza de su contrincante parece servir como contrapeso a su habilidad.

De repente, un nuevo zumbido alerta a los dos guerreros, aunque esta vez se dirige a Thorir en vez de a Drunfo. El noble consigue apartarse justo en el último momento, al menos lo suficiente como para que el hacha de mano golpee de pasada en su espalda. El tintineo de su armadura indica que, probablemente, el arma no ha causado daño alguno, como mucho algún moratón que se curará por la mañana. El norteño que ha efectuado el lanzamiento, el mismo que previamente lanzó otra de sus hachas contra Drunfo, suelta un gruñido al ver como su segundo arma se estrella contra el suelo sin causar el efecto deseado. Al parecer, ha desechado la idea de saltar el muro de piedra, y desciende por una pequeña ladera cercana para intentar unirse al combate, pues da la sensación de que ya ha desechado la idea de seguir lanzando hachas.

Drunfo, por otro lado, parece estar algo más descargado que su compañero. No solo el tipo que estaba a sus espaldas parece no haber reaccionado todavía, y mantiene una mirada absorta como si no acabara de entender lo que debe hacer; además, el tipo que se había encarado hacia él parece haber trabado su espada con alguna raíz al esquivar el ataque anterior del inmenso norteño, y forcejea desesperado para extraerla. Sin embargo, quizás porque sus reflejos le juegan una mala pasada, Drunfo no es capaz de reaccionar a tiempo para aprovechar esta ventaja, y su contrincante consigue colocarse en posición de defensa a tiempo, nervioso. Sin embargo, el despiste le ha dado la voz cantante, y es ahora el mandoble del inmenso guerrero el que dicta el ritmo del combate... Y quizás su desenlace.

Drunfo, cegado por la ira en batalla, no puede hacer más que elevar su enorme mandoble sobre su cabeza y descarga todo su peso en dirección al norteño que tiene al lado con una fuerza que podría hacer partir en dos un búfalo.

El mandoble cae sobre la espada del norteño... Y luego se clava en el suelo. El defensor sale despedido hacia atrás por la fuerza del impacto, cayendo de culo en la nieve mientras aferra lo que queda de su arma, ahora partida en varios pedazos y, por tanto, completamente inservible. Durante unos segundos, mira la empuñadura metálica que aún sostiene en su mano con expresión atónita, justo el tiempo que necesita Drunfo para volver a alzar su imponente mandoble y recobrar la posición de combate. La delgada espada fue arrasada como la mantequilla por aquella formidable arma, que posiblemente solo el inmenso guerrero es capaz de manejar con fluidez, debido a su descomunal fuerza.

Sin embargo, y aunque ahora uno de ellos esté desarmado, la situación sigue siendo de desventaja para los dos compañeros, que siguen teniendo que vérselas contra tres individuos armados y, por fin, ya situados en posiciones estratégicas suficientes como para empezar a aprovechar su ventaja numérica. Ventaja que se traduce en dos sombras que, acudiendo a la ayuda de su compañero desamparado, se alzan sobre Drunfo con sus armas en alto, dispuestas a abatir al guerrero antes de que este pueda acabar el trabajo. Sin embargo, la rapidez de este último les sorprende, pues a pesar de su tamaño, Drunfo está más que acostumbrado a una vida de constante alerta. La espada del primero es detenida en el último instante, cruzándose con el filo del mandoble y haciendo que las dos armas vibren por la fuerza del impacto, Las dos hachas, sin embargo, llegan por un flanco desprotegido, y Drunfo apenas si puede girarse a tiempo para recuperar el terreno con una barrida al aire, que obliga a sus oponentes a echarse hacia atrás para evitar una muerte segura. Más tarde, el gigante probablemente notaría un hilo de sangre en el muslo izquierdo, allá donde una de las hachas cortó algo de piel de manera fortuita. En ese momento, sin embargo, el simple rasguño queda eclipsado por la adrenalina y el fragor de la batalla.

Un grito irrumpe entre los jadeos y gruñidos. Las espadas de Thorir trazan un baile mortal, parándose en seco en medio del aire, momento en el cual desprenden una miríada de gotas rojizas que tiñen la nieve de un color escarlata. Frente a él, el cuerpo del guerrero que se enfrentaba a él se alza por los aires, quedando su grito ahogado a mitad en el momento en el que cae de golpe contra el suelo, con su cara cubierta de sangre y un trozo de lo que parece su nariz a algunos metros de donde ha aterrizado. Thorir se limita a quedarse congelado en su última postura, con las dos espadas situadas a distancia simétrica de su cuerpo, respirando con lentitud y enseñando los dientes, sus ojos fijos en el rival que acaba de tumbar, lanzando destellos azulados que parecen alumbrar la noche con la misma intensidad que las antorchas de sus enemigos.

Bueno, esto iguala las tornas.

Drunfo observa como uno de los tres individuos que están frente a él parece apartarse unos pasos. El mismo que ha perdido la espada, que ya se ha incorporado aprovechando la distracción que han proporcionado sus dos compañeros, y que ahora parece estar dispuesto a poner distancia entre él y su adversario, al menos mientras siga así de vulnerable. La cabeza del inmenso nórdico calcula a toda velocidad las posibilidades que ofrece su situación actual: Podría volver a centrarse en ese pobre desgraciado, ahora que sus manos están desnudas y apenas puede defenderse. Por otro lado, esto daría espacio a los otros dos guerreros que ahora le acosan para volver a cargar contra él y causarle nuevas heridas. Centrarse en uno de ellos reduciría las posibilidades de verse desbordado luego, pero le haría perder la oportunidad de sellar el destino de su anterior objetivo de forma definitiva...

El tiempo no espera. La decisión debe tomarse, pues en un combate, cada segundo cuenta.

El dilema nunca existió en la cabeza de Drunfo. La rabia del combate solo deja un pensamiento en la cabeza: Aniquilar. No dejará que ese cobarde escape. El mandoble vuelve a alzarse, y desciende sobre el desdichado norteño... Que alza sus brazos, desesperado.

El filo corta piel, corta carne, pero se detiene contra el hueso. El ataque ha sido parado, aunque la sangre decide hacer su aparición igualmente. Hay que tener un tipo especial de valor para detener un espadón con las propias manos. O valor, o desesperación, según como se vea. Sea como sea, el resultado es mejor de lo que habría esperado encontrar cualquier observador, y peor de lo que le habría gustado a Drunfo: Su ataque ha sido detenido, y aunque las heridas de su víctima, que da unos pasos atrás debido al impacto, son serias y sangran copiosamente, no puede decirse que haya conseguido alcanzar algún punto vital.

Molesto, alterado por la rabia que bulle en su interior, traza un nuevo arco con el mandoble y lo sitúa sobre su cabeza, dispuesto a dejar caer un nuevo golpe...

Las tornas han cambiado. Es algo que, a estas alturas, resulta obvio.

El norteño desarmado, cuyos brazos aún dejan caer hilos de sangre tras detener el mandoble de Drunfo, parece ser el primero en tomar la iniciativa.

-¡No son humanos! ¡Retiraos!

En su voz hay un deje de pánico. El norteño de las dos hachas le mira, sorprendido. Luego se gira hacia el que ha sido derribado por Thorir.

-¡Pero Renmo...!

El primero esquiva por los pelos una nueva estocada de Drunfo, antes de cortar a su compañero con sequedad.

-¡Ya está muerto! ¡Vámonos!

Drunfo decide cambiar de objetivo, y se centra en el norteño que todavía no ha hablado. Su ataque, que pilla desprevenido a su objetivo, parte unas cuantas ramas del árbol cercano antes de impactar en la empuñadura de la espada de su contrincante... Para luego desviarse y trazar un feo corte en el antebrazo del defensor. Este suelta un gruñido de dolor, y rápidamente se encara al gigante. Parecía dispuesto a huir, pero quizás esta herida le ha hecho cambiar de opinión.

Mientras, Thorir se dispone a rematar a su adversario, el tal Renmo. Sin embargo, este parece reaccionar a tiempo y, a pesar de que probablemente esté cegado por la sangre de su rostro, consigue rodar a un lado para evitar la sentencia de muerte de sus espadas. Thorir, molesto por haber fallado, toma la decisión de olvidarle y centrarse en uno de los enemigos que están todavía alrededor de Drunfo: El mismo que ha dudado en marcharse. La espada del guerrero es recibida por las dos hachas cruzadas del norteño, que frunce el ceño y parece tomar una decisión.

-¡No voy a ningún lado! ¡Poika no es un cobarde!

Las dos hachas vuelan, y obligan a Thorir a retroceder unos pasos, lo suficiente para que los dos contendientes queden algo alejados de Drunfo, y para que el tal Poika se interponga entre Thorir y su compañero herido, Renmo. La batalla parece haberse reducido a un uno contra uno, en los dos casos: Por un lado Thorir contra Poika, dos espadas contra dos hachas, un baile de metal y movimientos calculados en el que solo uno puede salir vivo. Por otro lado, Drunfo contra el norteño de la espada larga, lo grande contra lo pequeño, mandoble contra espada larga, gigante contra enjuto.

Y, por otro lado, el norteño desarmado, que tras haber dado unos pasos se gira para ver que sus compañeros no han seguido su consejo.

-¡Maldita sea!

El tipo parece dudar, pero al final toma una decisión. Si sus compañeros se quedan, él se quedará con ellos. Probablemente el acto de huir solo le avergüenza lo suficiente como para evitar la cobardía que demuestra ese hecho.

Sin embargo, no vuelve al combate de inmediato. En lugar de hacerlo, se mueve con rapidez, recogiendo la antorcha del suelo para buscar... ¿Qué? Pronto su objetivo queda claro, cuando alza un objeto metálico del suelo.

Una de las hachas que lanzó antes Poika.

Sombras que se mueven en el bosque, sangre en la nieve. Solo los dioses podrían decir como acabará esta batalla. Habiendo cedido la posibilidad de una retirada, solo queda el combate a muerte. ¿Quién saldrá vivo?

La duda ha dejado paso a la resolución, y Drunfo encuentra que la actitud dubitativa de los norteños a los que se enfrentaba ahora se ha convertido en determinación. Lucharán contra él, y si eso es el equivalente a lanzarse a las fauces del depredador, entonces morirán luchando. Puede que sea este repentino estallido de valor, este arrojo insospechado, el que le pilla desprevenido cuando, a sus espaldas, el mismo hombre que había propuesto la retirada aparece ahora con un hacha en la mano, trazando un feo corte en su espalda. La sangre mana a borbotones, pero el norteño ha visto heridas peores. Sin embargo, el dolor esta vez si se manifiesta, y viene acompañado por la pérdida de concentración necesaria para que la espada del otro norteño aparezca dibujando una nueva línea en su costado. Heridas, cortes, magulladuras. De repente, el baile del metal se vuelve demasiado caótico, y Drunfo empieza a perder el control.

Bien. El control nunca fue parte del plan.

Lanzando un rugido, el gigante alza su espada y barre nieve, ramas y rocas con ella. El golpe es desmedida, pura fuerza descontrolada, y como tal no pretende alcanzar a su objetivo en un punto vulnerable. Ni siquiera alcanzar al objetivo, en realidad. Es una demostración de poder, el silbido del viento, convertido en vendaval, que estremece las conciencias. Solo uno de los dos norteños tiene la mala suerte de encontrarse en la trayectoria del inmenso mandoble. Torpe y desmedido, el ataque es fácil de parar, pero el arma queda destrozada en el proceso. ¿Qué puede hacer una simple espada larga contra aquella monstruosidad? Cortada en dos de forma sucia y directa, su propietario observa los restos de su arma con mirada atónita. Drunfo se alza de nuevo, ignorando las gotas de sangre que empapan el suelo a sus pies. En sus ojos, la mirada del cazador. En los de sus oponentes, la de la presa asustada. Cada uno trajo su arma al combate, herramientas fieles que les habían servido, a lo largo de su vida, para cumplir los oscuros designios de las parcas. Dos juguetes, ahora enterrados en la nieve, por un poder que nunca antes habían presenciado. Solo uno de ellos sujeta un hacha. ¿Será suficiente para vencer a aquella criatura, algo que para ellos trasciende lo meramente humano y pasa al terreno de lo mitológico?

Al otro lado de la batalla, Thorir intenta contener las arremetidas de su contrincante. De repente, el hacha se traba con la espada, y un giro de muñeca hace que esta última salga despedida por los aires. El acero traza círculos en el aire, hasta clavarse en el suelo vibrando con un sonido característico, cerca de la pared rocosa, a unos metros de distancia. El noble no entiende que ha ocurrido: ¡Le han arrebatado uno de sus brazos! Poika aprovecha el momento de confusión, y el otro hacha va directo hacia el pecho de su enemigo. Thorir logra apartarse en el último instante, no sin antes notar como el filo golpea contra sus costillas. Si se ha roto algo o no, solo el tiempo lo dirá, pero el dolor queda presente en su cuerpo.

Entonces todo vuelve a la normalidad, y Thorir puede aclarar su mente: No ha perdido su brazo, si no una de sus espadas. Todavía tiene otra en la mano... Y no necesita más. El norteño al que se han referido como Renmo, aún con la cara cubierta de sangre, parece sobreponerse al inmenso dolor y carga contra el que anteriormente bien pudo haber sido su ejecutor, lanzando un grito de rabia mientras sostiene el hacha con las dos manos. Sin embargo, el dolor es intenso, y la niebla roja que le rodea hace que sus golpes sean descuidados y caóticos. Thorir, ya despejado de nuevo, alza su espada y detiene, una tras otra, las embestidas de sus dos enemigos. La situación no pinta tan bien como antes, ya que sin una de sus espadas, sus posibilidades se ven algo reducidas... Y acercarse a recogerla implicaría dar la espalda a sus enemigos, lo cuál puede resultar fatal.

Durante unos segundos, Drunfo y sus rivales se tantean en silencio, evaluándose. El guerrero respira, cierra los ojos, apaga su fuego interior. Sus heridas pesan, el mandoble resulta una carga. Al abrirlos, ha recuperado el control. Su actitud se vuelve cautelosa, sus movimientos, de nuevo calculados.

Llega el primer golpe. Un hacha, que se dirige a su cabeza. Se inclina ligeramente, evitando el corte que podría haber acabado con su vida. Como a cámara lenta, flexiona sus músculos, tensando cada uno en el orden correcto. Su mandoble levanta gravilla al arañar el suelo, mientras se dirige hacia la guardia desprotegida del enemigo, que no puede bajar el hacha a tiempo.

Metal y carne se unen. La potencia del golpe es calculada, pero la inercia es suficiente como para hacer que el cuerpo del enemigo se eleve del suelo, volando hacia atrás. El corte, longitudinal a lo largo de todo su torso, no deja lugar a dudas: Si no está muerto, pronto lo estará. Cuando cae, de su garganta sale un gemido, casi un estertor, y luego sus brazos y piernas quedan inertes. Un muñeco en el suelo, sobre un charco de sangre.

Uno menos.

-¡Eskol!

El norteño desarmado se acerca al cuerpo de su compañero, se agacha junto a él. Intenta obtener alguna respuesta, pero este no reacciona. sus ojos están en blanco, no tiene respiración.

Poika y Renmo, por otro lado, no parecen haber oído el grito de su compañero. Centrados en el combate, fijan su atención en Thorir, el cuál empieza a verse arrinconado por sus arremetidas. Poika se aparta hacia un lado, y luego salta sobre su enemigo, con las dos hachas en alto. El filo de Thorir intercepta el golpe, y devuelve otra estocada. El hacha de Renmo aparece a la izquierda, y la espada debe desviar su trayectoria para evitar un golpe fatal. Las figuras se entrelazan entre las sombras que lanza la única antorcha que queda encendida, y en la oscuridad diera la sensación de que los tres guerreros no son sino fantasmas que danzan al son una silenciosa música de ultratumba.

El combate se encuentra en un punto decisivo. Los siguientes segundos pueden dictar hacia donde se inclina la balanza, y los cinco guerreros que quedan en pie lo saben. El que se encuentra junto al cuarto asaltante, ahora inerte en el suelo, agarra el hacha que dejó caer este último con fuerza. Sus nudillos se ponen blancos, quizás por la adrenalina, el miedo o la rabia. Sus ojos se encuentran con los de Drunfo, y su mirada se vuelve la de un chacal acorralado.

-Seas humano o no -Dice, con voz inusitadamente calmada-. No pasarás de esta noche. Mi nombre es Halki, y no dejaré que la muerte de mi amigo quede impune.

Luego se incorpora lentamente, sin romper el contacto visual.

-Vamos, ven. Acabemos con esto.

El mandoble comenzaba a pesar en las manos del gigante. Las heridas, pese a ser profundas, no eran nada de lo que en un par de días Drunfo no pudiera recuperarse. Pero aun quedaban tres enemigos y parecía que Thorir estaba bailando con la muerte. Tenia que acabar con ello rápido. De repente, una imagen en la retina, Einar, ese bastardo, un perro más que había ido en su caza, como tantos otros, la idea de la venganza rondaba en su mente.

El norteño que estaba frente a Drunfo dijo algo, mientras recogía un hacha del suelo. La mente del gigante no consiguió interpretar el significado de aquellas palabras, excepto de una; "Halki" 

Drunfo contrajo las piernas y volvió a elevar sobre si el mandoble.

-¡Muere Halki!

Se pudo oir en las cercanías de Sultünge.

El pequeño cuerpo de Halki apenas si es capaz de contener la poderosa embestida de Drunfo, que descarga su inmenso mandoble sobre la figura tambaleante de su enemigo. Este apenas si puede levantar la espada lo suficiente como para trabar el filo durante una milésima de segundo con el arma de su oponente. Pero la fuerza del golpe es demasiado grande, y la voluntad del gigante se impone. El mandoble desciende hasta el hombro, cortando piel y músculo, y generando una fuente de sangre que mancha los rostros de atacante y defensor por igual. El grito de dolor de Halki resuena en el bosque. Que su brazo siga pegado al cuerpo es casi un milagro.

Mientras, Thorir contiene a los dos luchadores que se enfrentan a él. Golpe, parada, corte y de nuevo parada. Parece que la duración del combate empieza a hacer mella en el noble, que aunque no cede terreno ante sus enemigos, ha dejado hace tiempo de tener la voz cantante.

El combate continúa, y Thorir parece recuperar algo de terreno frente a sus enemigos. Drunfo, por otro lado, bloquea sin problemas un ataque a la desesperada de Halki, que rebota contra su mandoble como una pelota contra un muro. Hincando una rodilla en el suelo al perder el equilibrio, el norteño nota como su espada cae a sus pies. La sombra del gigante se proyecta sobre él, y la muerte aparece frente a sus ojos como una sentencia inevitable. Halki abre los ojos de par en par, y el dolor parece convertirse en un recuerdo para él: Cuando un hombre se encuentra a las puertas de la muerte, todo lo demás desaparece...

-No... -Consigue pronunciar, con un hilillo de voz. Incluso los más valientes pierden el aliento ante la mirada de la parca.

El mandoble de Drunfo se dirige directo, impasible en dirección a Halki. Hace tiempo que Drunfo casi actua por instinto, apenas piensa, como un ser desesperado, como un animal, como una bestia.

La violencia se desata, el horror encuentra su avatar. El apocalipsis desciende sobre Halki, que solo puede retorcerse como un muñeco cuando su cuerpo es separado brutalmente en dos mitades por el inmenso mandoble de su ejecutor. Ningún sonido, más que el de la lluvia de gotas de sangre golpeando la nieve. Ningún rastro de vida en el rostro del norteño, que ya estaba muerto antes de caer al suelo, sus ojos en blanco, su boca retorcida en una expresión de terror. La matanza hecha carne.

Renmo contempla la muerte de su compañero de armas, y abre los ojos de par en par. Pasos hacia atrás, alejándose del sinsentido, de la destrucción que solo puede generar la violencia entre pares. Su mente se niega a creerlo. Todo se ha ido al garete, y ahora dos de sus compañeros han muerto. Probablemente él sea el siguiente. El pánico se adueña de su corazón.