Partida Rol por web

Martes, 10 de octubre de 1935, 18:40 horas

Tras despedirse del federal, Patrick escogió un restaurante tranquilo en el que poder reorganizarse mientras se tomaban un respiro. Había mucha información que asimilar y aún tenían trabajo pendiente antes de volver a Arkham. Era tarde para cenar, pero por suerte Boston era como un segundo hogar para el detective y conocía sitios decentes que abrían hasta tarde y donde les recibirían con los brazos abiertos.

Alexandra, sin embargo, parecía algo ausente. Había empezado a ocultar la herida de su mano y reaccionaba con nerviosismo cada vez que Patrick se fijaba en ella.

Mientras esperaban a que les trajesen el primer plato, Alexandra trataba de darle palique a Patrick.

—¿Crees que Highley estará de acuerdo con lo que dijo el federal? No me pareció que el gobierno estuviese metiendo las narices en nuestra investigación, sino más bien una cruzada personal. Nada de todo esto parece normal.

Patrick no contestó de inmediato sino que se tomó unos segundos en responder a Alexandra. Estaba cavilando si no sería mejor que sus siguientes palabras fueran para proponerle irse lejos de allí, dejar aquel sórdido caso que parecía no tener una resolución en la que ellos pudieran encerrar al malo y sentirse orgullosos por su trabajo. Más bien parecía que sería ellos quienes terminarían en un ataúd o encerrados en un loquero. Estuvo a punto de abrir la boca para decirle a Alexandra que se fueran a Europa, a París, o algún lugar de esos en los que acaban las novelas con final feliz. Pero entonces recordó el incómodo y raro encuentro intimo que ambos habían protagonizado y se turbó incómodo. Sacudió la cabeza y la realidad de la situación en la que se encontraban le golpeó la mente.

—No lo sé —suspiro—. Nada en este caso me parece normal. Y francamente, me importa un rábano lo que piense Highley a estas alturas. Solo quiero saber qué está pasando. 

Alexandra seguía todavía algo preocupada, pese a haberse mostrado de acuerdo con la determinación de Kavanagh. Su olfato de reportera le pedía a gritos llegar al fondo del asunto. Sin embargo, se encontraban tan perdidos como un nazi intentando leer la Declaración Universal de Derechos Humanos.

—¿Y cual es el plan? ¿Vigilamos el anticuario? Ya nos vieron esta tarde, no creo que pasemos desapercibidos necesariamente. ¿Se te ocurre algo para sacarles información?

—No sé si el hombrecillo de la tienda sabrá algo al respecto, pero si no aparece nadie sospechoso a traer mercancía o algo así, podríamos seguirlo cuando cierre el negocio y abordarle para... solicitarle amablemente información —dijo con la misma sonrisilla que había puesto cuando quiso zarandear a Gudzuhn.

Patrick era como un perro con un hueso, una vez que lo cogía no lo soltaba. Por eso estaba dispuesto a seguir hasta el final de todo aquello a pesar de que todo en su cabeza le advertía que era mejor dejarlo.

—Mantendremos la distancia —aclaró sobre la vigilancia—, nos pondremos al final de la calle y observaremos desde el coche. Las vigilancias son largas, tediosas y tremendamente aburridas. Ya te lo advertí. He hecho muchas a lo largo de los años, no habrá problemas —aseguró confiado.

Martes, 10 de octubre de 1935, 19:10 horas

La calle estaba desierta. La vida nocturna de Boston estaba a punto de desplegar sus alas de luz y música estridente, pero las dos figuras que vigilaban el anticuario de Wilken no tenían aspecto de menear las caderas a ritmo de charleston.

Wilken's cerraba algo más tarde que el resto de negocios, pero aquella no era su única anomalía. Cuando salió del establecimiento, el dependiente con el que habían hablado aquella tarde se reunió en la puerta con un par de individuos de rasgos muy similares al que cayó fulminado horas atrás: labios gruesos, extrañas arrugas en el cuello y prácticamente ojipáticos. Iban vestidos de obreros, tratando de llamar poco la atención pese a su singular aspecto.

—¡Alguien nos ha atacado! —se le escapó a uno de ellos, una auténtica mole con tirantes— Apuesto a que han sido esos comemierdas de los anillos. ¡Os dije que deberíamos haber atacado primero!

—¡Chst! ¡Habla más bajo, merluzo! ¿O es que quieres que te oiga toda la calle?

A partir de ese punto, empezaron a hablar en un tono más adecuado*.

—Mierda —exclamó el detective. Con lo adecuado que había sido el tono del merluzo para sus propios intereses—. Espérame aquí, voy a acercarme —le dijo a su compañera—. Cuando me encienda el cigarro arrancas el coche y vienes a recogerme.

Patrick se bajó del vehículo y cerró la puerta con el máximo silencio. Después se pegó a la pared, se subió el cuello de la gabardina y fue caminando tranquilamente como si fuera un transeúnte más, tambaleándose de tanto en cuanto para dar la impresión de que era uno de aquellos bebedores tempraneros que salían de los garitos de charleston de la ciudad con unas copas de más. Dobló la esquina justo antes de llegar al anticuario Wilkens y se pegó a las sombras de aquel callejón dispuesto a escuchar su conversación. A ver si se enteraba de qué o quiénes eran esos anillos.

Gracias a su agilidad felina, Patrick logró acercarse silenciosamente tras abandonar el coche. El dependiente y los dos obreros se retiraron a un callejón cercano tras cerrar. Al detective no le costó demasiado encontrar un escondrijo adecuado desde el que escuchar sin ser visto.

—Monty asegura que sus hombres no han visto a nadie sospechoso. ¿Estás seguro de que no han sido esos dos que te visitaron justo cuando se produjo el ataque, Tom? —preguntó uno de los enormes obreros.

El tendero negó con la cabeza.

—No, Abe. Ninguno de los dos tenía anillos ni ningún distintivo. Tampoco apestaban a hongo, por lo que imagino que solo estaban ahí por casualidad.

—Pues ha tenido que ser alguien. Tú te desmayaste y Benny la palmó en el acto, no puede ser casualidad. Alguien está contra nosotros. He oído que en Arkham y en Innsmouth han asesinado a varios de los nuestros. Un loco con un parche en el ojo, a espadazos. Tenía acento raro, como latino pero más fuerte.

—Español, cretino —le increpó el otro obrero.

—¡Eso! Parece que trabaja con la hermandad de los anillos. Los del signo amarillo o algo así. El caso es que estamos sufriendo muchas bajas, quizá deberíamos preguntar a Gudzuhn. Los Blackwood nos pidieron que le tuviésemos vigilado. Es un pobre diablo, pero quizá sepa algo.

—De acuerdo, Abe. Tú y Sam le haréis una visita mañana, a ver qué sabe. Yo le pediré a Monty que doble la vigilancia.

Casi sentía lástima por Gudzuhn, como si el pobre desgraciado no hubiera sufrido bastante. Aunque Patrick no movería ni un dedo si aquel par de gorilas se dedicaba a ablandarle la cabeza a base de golpes. El detective tomó nota mental de todos los detalles que llamaron su atención: anillos, el español, signo amarillo... También estaría bien averiguar qué había ocurrido exactamente en Arkham e Innsmouth. ¿Acaso era una pelea entre grupos de delincuentes?

El detective se mantuvo pegado a la pared, poniendo oreja. Avisaría a Alexandra según lo acordado dependiendo de los movimientos que siguieran a continuación los tres tipos. El dependiente ya no tenía mucho interés para él. Lo suyo sería seguir a uno de los obreros, tal vez al que iba a ver al tal Monty. Tirar del hilo a veces conducía a sitios interesantes. Esperaba que así fuera. 

Patrik y Alexandra siguieron a Tom, el tendero, que parecía dirigirse hasta la estación de trenes a donde se había dirigido el agente Sheridan horas antes.

Habían tomado el coche, optando por aparcar en un lugar cercano que no llamase demasiado la atención. El automóvil del tal Tom se detuvo un poco más adelante.

Una figura salió a la calle, pálida como un cadáver, vestida con un traje de revisor. Cuando vieron al tendero acercarse a aquel extraño hombre, Alexandra propuso seguir el mismo plan que la otra vez.

—Ya estoy enterado, tranquilo —dijo el hombre pálido.

Patrick, que había logrado acercarse sin ser detectado, dedujo que debía tratarse del tal Monty.

—Pero señor, ¡fue delante de mi tienda! ¡Está claro que se trata de una declaración de guerra!

—La guerra ya hace tiempo que la iniciaron, Tom. Y ten por seguro que con el libro tenemos ventaja, por eso están tan desesperados. Pero puedo asegurarte que aquí no ha venido ningún sospechoso. Mis hombres lo habrían detectado. Únicamente un aliado, si es que podemos llamarle así.

—¿Crees que pudo ser él?

—Lo dudo. Actúan con perfil bajo desde que les amenazamos. No nos están ayudando, pero al menos mantienen el pacto de no agresión. Aunque el federal estuviese cerca, tampoco tiene los medios como para dañarnos. No de esa forma, al menos. Han tenido que ser nuestros enemigos.

—Abe y Sam van a interrogar a Gudzuhn mañana por la mañana. Si me entero de algo, le avisaré, señor.

Todo se volvía más retorcido con cada paso que daban, pero Kavanagh estaba decidido a llegar al final del asunto. Como hacia siempre que se metía en un caso. Llegaba al final con todas sus consecuencias. ¿Por qué sentiría dudas en aquel momento? ¿Por qué ese malestar en la barriga? Sacudió la cabeza e hizo la seña acordada a Alexandra para que le recogiera cuando los dos hombres se despidieron volviendo cada uno a sus respectivos coches. 

—Ahora toca seguir a Monty. Así es como pescamos en Boston: el pececillo pequeño se coloca en el anzuelo para que nos lleve a uno más grande. Con algo de suerte este pescadito nos llevará a algo mejor —O a un puñetero tiburón...

Monty realizó una llamada telefónica desde dentro de la estación, en una de las oficinas de información. Aprovechando el amparo de la noche y que todavía no le habían detectado, Patrick se acercó a una de las ventanas para escuchar la conversación.

—Sí, señor Wilken, ya me han informado de ello (…). Aquí también estamos teniendo problemas (…). Sí, lamento darle estas noticas, Boston tampoco es un lugar seguro. ¿Qué hay del as que tenía bajo la manga? Los investigadores de Arkham (…). Entiendo, me encargaré personalmente de mantenerles en cintura y tantear el terreno. Mañana mismo tomaré el primer tren a Arkham mientras usted se ocupa… (…). Sí, en cuanto termine me reuniré con usted en Innsmouth. Los enemigos de la Orden no deben destruir el templo ni hacerse con el libro bajo ninguna circunstancia.

Antes de colgar el auricular y empezar a prepararse, un escalofrío recorrió la espalda de Patrick cuando el extraño revisor pronunció unas últimas palabras al tal Wilken:

—Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.

Patrick anotó en su libreta aquella información, pero cuando aquel hombre pronunció aquellas palabras raras sintió que esa sensación en su estómago recorría su cuerpo en forma de escalofríos y tuvo que contener una arcada. ¿Qué puñetero idioma sería aquel? ¿Alemán? Maldita sea, había alemanes infiltrados en su país promoviendo aquella mareante conspiración. Ya era lo que le faltaba. Decidió que necesitaba algo más de información y se acercó al tal Monty. 

—Eh, amigo, disculpe. ¿Tiene fuego? —Le preguntó con un cigarrillo apagado en los labios mientras se acercaba a él. En cuanto lo tuviera a alcance le soltaría su mejor directo de derechas y luego le sonsacaría algo de información.  

El hombre trajeado que respondía al nombre de Monty dejó el auricular y se acercó a la ventanilla de taquilla, que todavía estaba abierta. Miró extrañado al tipo que le pedía fuego en plena noche.

—La estación está cerrada amigo. Y no fumo, es malísimo para los pulmones. Me lo dijo mi cuñado.

Echó un rápido vistazo detrás del detective, confirmando que la calle frente a la estación parecía desierta, y examinó al extraño visitante nocturno.

—A no ser que esté buscando problemas, le sugiero buscar un lugar más acogedor en plena noche.

—¿Estación? —Dijo Patrick fingiendo que se tambaleaba—. ¿No es este el pub McCarthy? 

Y antes de que el tal Monty pronunciara palabra alguna para contestarle, Kavanagh le aplicó su mejor directo de derechas. Un golpe digno del campeón pugilístico que había sido en sus buenos años. Era el estilo Kavanagh: fuerza, técnica y algo de picardía irlandesa. Y el puñetazo fue tan duro como aquel que tumbó al Bombardero Russell unos años atrás, cuando Patrick era el campeón invicto de las peleas ilegales. 

Monty se sorprendió por el derechazo, que le dio de lleno y le hizo retroceder unos pasos. Para desgracia de Patrick, sin embargo, aquel revisor parecía más duro de pelar de lo que había supuesto.

—Veo que eran problemas, sí.

De pronto, arqueándose y moviéndose a una velocidad inhumana, Monty se abalanzó sobre el detective al tiempo que buscaba algo en su chaqueta.

Patrick sintió un punzante dolor en el pecho, ¿desde cuándo tenía esas garras aquel malnacido? De la mano izquierda del revisor surgían ahora afiladas y curvas uñas negras que ahora estaban teñidas con sangre. En su mano derecha, sin embargo, había ahora un revólver con el que apuntó al detective.

—Te dije que buscases un lugar más acogedor.

El puñetazo fue bueno, bien colocado, directo al rostro del desgraciado aquel. Pero el muy cabrón debía saber también algo de boxeo porque rodó el golpe perfectamente y contraatacó como si nada, hiriéndole con unas afiladas garras que le habían salido de pronto. 

—Problemas es mi segundo nombre, hijo de puta —contestó Patrick mientras se recuperaba del dolor y comprobaba que la herida no fuera demasiado profunda—. Ah, con que quieres jugar sucio, ¿eh? —dijo tomando algo de distancia al ver el arma. 

Patrick alzó las manos, una de ellas ensangrentada, y le mostró una sonrisilla torcida al revisor. De pronto se tiró hacia un lado, rodó por el suelo y con el arma ya en la mano le descerrajó un tiro a aquel hijo de puta malnacido. 

La finta y el disparo de Patrick fueron dignas de cualquier agente de la ley bien experimentado —lo cual era impresionante teniendo en cuenta que trabajaba por cuenta propia, pero no por nada le tenían como el mejor de su profesión en la costa este—. Sin embargo, el único que estaba ahí para ver su alarde de habilidad solo recibió el impacto en el hombro. Era endiabladamente rápido y apenas pareció sentir el dolor.

Para mayor sorpresa de Patrick, mientras Monty le apuntaba con el arma, le miraba fijamente. Por el leve movimiento de sus labios, parecía estar recitando algo para sí mismo.

De pronto, la estancia empezó a llenarse con el hedor de algas muertas y el detective empezó a toser descontroladamente. No podía respirar y la boca se le llenaba de un intenso sabor salado.

—Tus pulmones se están llenando de agua de mar lentamente. Deberías habértelo pensado dos veces antes de atacar a un sacerdote del gran padre Dagon.

Patrick odiaba el mar. Nunca iba a la playa, ni le gustaba el olor a salitre que apestaba la atmósfera en cuanto uno estaba lo suficientemente cerca para sentirla. Tal vez fuera por la asquerosa arena que se pegaba a todos lados, o por que las aguas de la bahía de Massachusetts apestaban a la ponzoña que las fabricas de Boston vertían al mar. Como fuera, aquel sabor salado en su lengua, la sensación de ahogarse, y la tos descontrolada que le hizo torcerse de dolor le sentaron horriblemente mal. Tuvo que hacer acopio de toda sus energía para dejar de toser y escupir aquel regusto salado de su boca. 

—Cof. Cof. Cof. Puedes... Cof. Chupármela... Cof. Cof —le sorprendía la cantidad de agua que había echado por la boca, como si realmente se hubiera caído de un barco y hubiese tenido que llegar nadando a la orilla tras haber estado a punto de ahogarse. 

—Ahora tengo mucho de qué ocuparme. Iba a ser bueno y acabar rápido con tu sufrimiento —miró su revólver—, pero te dejaré agonizando aquí dentro hasta que el agua colapse tus pulmones. Una muerte lenta y dolorosa.

Mientras se acercaba a la salida de su despacho, al ver que Patrick todavía se revolvía, le asestó otro golpe con sus garras, dejándole un corte bastante serio y peligrosamente cerca de la yugular. El ataque fue tan repentino que su arma salió disparada unos metros hacia su derecha, de donde Monty la recogió con suavidad.

—Mandaré a alguien para que recoja tu cadáver. Dudo que necesites esto en tu nueva tumba con los peces. Deberías dar gracias por este regalo que te doy, entregándole tus restos al gran Padre, a la gran Madre y al Durmiente.

Su tono era esta vez meloso, como quien se despide de un niño. Dejó allí a Patrick, todavía luchando por respirar. Cada bocanada de aire le costaba cada vez más hasta que llegó un punto en que solo pudo darse por vencido. Monty había cerrado el despacho con llave y le fallaban las fuerzas.

Todo se volvió negro y al final del túnel había una luz.

Dos luces.

Y un estruendo lejano.