Patrick abrió lentamente los ojos. Había tenido un sueño rarísimo. Primero un albino le arañaba, le llenaba los pulmones con pútrida agua de mar y después un ángel le besaba tras golpearle repetidas veces el pecho. Y puede que hubiese pasado un enorme toro luminoso rompiéndolo todo.
La luz era cálida y le desveló. Tenía la boca pastosa y lo único que necesitaba era aquella endiablada ventana abierta de par en par. Estaba vestido de azul, sobre una cama blanca e inmaculada. A su lado, sobre una silla, dormitaba una ojerosa periodista a la que reconoció muy bien.
Antes de poder dirigirle la palabra siquiera, tosió violentamente. La boca aún le sabía a algas podridas y a sal.
Alexandra de Sela se despertó sobresaltada.
—¡Oh, Dios mío, Patrick! ¡Estás vivo!
Alexandra se abalanzó sobre él. Era la segunda vez que intentaban asfixiarle en menos de 24 horas, pera esta vez era con un abrazo y considerablemente más agradable.
El detective se concedió unos segundos para que el perfume de Alexandra atenuase el desagradable sabor de boca.
—¿Me... —Patrick intentaba hablar pero cada vez que abría la boca aquel repugnante sabor a alga y salitre inundaba sus papilas gustativas y le provocaba una arcada. Así que se concentró en respirar, que bastante trabajo le costaba.
"¿Me he caído de un barco?" —era la pregunta que quería haberle hecho a Alexandra, pero un nuevo acceso de tos se lo había impedido. Mejor así. Ahora le venían imágenes a la mente de lo sucedido. Aquel cabrón de Monty, al que se quedó con las ganas de descerrajarle otro tiro y de partirle la cara de un puñetazo. Lo sucedido se mezclaba en su memoria con los extraños sueños.
Estar allí con Alejandra abrazándole era agradable. Se sentía avergonzado por haber perdido la pelea. No tanto por el dolor que sentía en todo su cuerpo, sino por la forma en la que lo había hecho y la facilidad con la que se habían desprendido de él. La vida entera de Patrick estaba hecha de derrota tras derrota: había combatido en la Gran Guerra y había estado a punto de morir en Saint-Mihiel, había perdido su trabajo como policía por la huelga del diecinueve, se había enfrentado victoriosamente a lo peor del mundillo criminal en el cuadrilátero y la paliza que lo retiró del boxeo se la propinaron los mafiosos de mierda que querían amañar los combates, había superado dos rupturas amorosas y la mirada cargada de desprecio de su padre... Y pese a todo, aquella derrota le dolía más que ninguna. Como si fuera una hormiga arrancada el hombro de un gigante con un papirotazo indolente.
Hospital General de Massachusetts, Boston
Jueves, 10 de octubre de 1935, 08:45 horas
Alexandra seguía mirando con preocupación a Patrick, aunque en sus ojos podía apreciarse un destello de alivio.
—Acabo de llamar al fiscal Highley para explicarle lo ocurrido. ¿Qué pasó en la estación? Vi que ese revisor albino al que seguíamos se marchaba y cuando me acerqué a comprobar que todo estuviese bien, te escuché tosiendo. ¡Tuve que empotrar el coche contra la oficina para poder sacarte de ahí! Menos mal que pude reanimarte, ¡tenías agua en los pulmones!
—No sé muy bien qué ha pasado, Alexandra —confesó el detective—. Le golpeé, le disparé... y fue como si nada. Él sacó unas garras... O algo así, y me causó estas heridas. Creo que era otra criatura como Blackwood. Aunque menos... menos repugnante. Luego hizo algo. No sé el qué. Pero empecé a ahogarme.
Las palabras salían de la boca de Patrick con mucha dificultad. No solo por el agua que había encharcado sus pulmones y los accesos de tos recurrentes, también por lo mucho que le costaba admitir la humillante derrota.
—¿Garras? —preguntó Alexandra sobresaltada—. La enfermera me dijo que tenías arañazos muy profundos, tuve que decirles que tuviste un incidente en un zoo.
A su compañera parecía costarle asimilar todo aquello. Su respiración era agitada y le tenía los ojos llorosos. Tampoco se le escapó que Alexandra, con gestos poco disimulados, trataba de evitar que nadie viese las palmas de sus manos.
—Le diré a Highley que nos volvemos. Esto ha llegado demasiado lejos, ¡por poco te matan!
Patrick Kavanath se aferraba a un caso como un perro a un hueso dispuesto a sacarle hasta el último resquicio de médula que pudiera saborear. En una ocasión estuvo tres días seguidos en su coche esperando a un sospechoso y no salió ni para mear siquiera, pero claro, no era lo mismo fotografiar a un hombre que cometía adulterio que a un tipo que podía ahogar tus pulmones con agua marina con solo chasquear los dedos. Le costaba reconocerlo, pero Alex tenía razón. Habían llegado demasiado lejos en aquel caso, y eso casi les cuesta la vida. No solo la suya, también la de la periodista. Agachó la cabeza triste y asintió levemente.
—No... —dijo haciendo un esfuerzo más que evidente—. No volvemos. Nos vamos de vacaciones a Florida. A la mierda. Avisa... también a los otros. A los raros de la universidad. Les contaremos lo que sabemos. Tal vez ellos sepan hacer algo con esa información —miró las manos de su compañera y luego cruzó su mirada con ojos de preocupación—. ¿Qué tal va... eso?
Alexandra se apresuró a ocultar su mano, desviando la mirada unos instantes.
—Flo-Florida suena bien. Es tan repentino… Pero creo que será mejor que nos ocultemos por un tiempo, ya saldaremos cuentas con el fiscal más tarde.
A Patrick no se le escapó la insistencia de su compañera en cambiar de tema. Sin embargo, parecía conforme con preservar su salud y su cordura al tiempo que se relajaban bajo el sol. La perspectiva era demasiado tentadora como para rechazarla.
—Sí, nada se nos ha perdido aquí. Casi muero. Los dos... Casi nos matan. No merece la pena. Ningún caso merece la pena hasta ese punto. Florida nos sentará bien, nos permitirá descansar un tiempo de nuestras heridas y... relajarnos.
Más que convencer a Alexandra, que parecía haber necesitado muy poco para mostrarse de acuerdo con la idea del detective, Patrick parecía querer convencerse a sí mismo. Y es que para él dejar un caso a medias no era algo que fuera plato de buen gusto.
—Pero todas mis cosas están en Arkham. ¿Quieres que nos vayamos así como así? —preguntó.
Por la luz de sus ojos, Patrick supo a ciencia cierta que a su compañera le importaba un bledo dejarlo todo atrás y fugarse con él. Definitivamente se había vuelto mucho más impulsiva.
A pesar de sus palabras, la mirada de Alexandra brillaba con decisión, esperando con impaciencia la respuesta de Patrick.
—Las enfermeras dijeron que podías guardar reposo, pero ya estás recuperado.
—Ya habrá tiempo para guardar reposo en Florida —respondió Patrick—. No te preocupes por tus cosas, estarán ahí cuando volvamos. Además no creo que necesites nada de tu armario con el tiempo de Florida.
Patrick tenía unas bermudas, pero el resto de su armario consistía en gruesos abrigos para combatir el frío bostoniano. Se compraría un par de camisas hawaiianas en cuanto llegaran a Florida, y el resto del tiempo lo pasarían tirados en una hamaca de la playa. No hacía falta mucho más para eso.
Tras unas horas, Patrick y Alexandra se encontraban en Seaport, el puerto de Boston. A Patrick tardaron un tiempo en darle el alta y aún estaba algo falto de energías, pero la presencia de su amiga le reconfortaba. Había un barco que estaba apunto de partir a Florida y, tras negociar con el capitán, habían conseguido un par de camarotes de milagro. En pleno otoño no había mucho turismo y menos marítimo, pero no tampoco era fácil encontrar una plaza de última hora.
Necesitaban tomar la delantera antes de a Donovan Highley le diese tiempo a responder al mensaje que Patrick le había enviado antes de partir*.
Una despedida acompañada de gaviotas y el olor a salitre que aún revolvía el estómago de Patrick.
El sol empezaba a ponerse en el horizonte y el barco estaba a punto de zarpar. Por la mañana se encontrarían en un lugar mucho más cálido, soleado, alejado de todos sus problemas. Lejos de extrañas sectas. Lejos de hombres siniestros capaces de inundarte los pulmones o asesinos de madres. Florida: En Dios confiamos.
*O eso le había dicho a Alexandra.
Durante el viaje al puerto de Boston, e incluso cuando compraron los billetes del barco que les llevaría a la costa de Florida, Patrick no paraba de darle vueltas al asunto. ¿De verdad había hecho todo cuanto estaba en su mano? ¿De verdad iba a rendirse y tirar la toalla? ¿Él, que era como un perro con un hueso, iba de verdad a largarse lejos de su amada ciudad? ¿Qué diría Eddie Coyle si le viera huir como un cobarde?
Ya estaban embarcando, cruzando la pasarela que le permitiría poner rumbo a una tranquila playa paradisíaca, joder, hasta llevaba una camiseta hawaiana de flores, cuando tomó la decisión de dar media vuelta y regresar al caso. Tal vez los tipos de la universidad pudieran ayudarle de alguna manera. Pero, eso sí, Alexandra debía irse. Estar a salvo bien lejos de allí. La iría a buscar cuando todo aquello terminara, o le escribiría una carta por si no salía con vida de esa.
Aprovechó que eran los últimos en embarcar gracias a que habían comprado los billetes a última hora para escaquearse y asegurarse de que Alexandra permaneciera a bordo. Dejo una maleta deliberadamente en cubierta y luego pidió a alguien de la tripulación que les condujera a sus camarotes. Cuando al fin llegaron, Patrick se hizo el sorprendido y recordó que había dejado la maleta arriba, le dijo a Alexandra que desempacara las cosas en el camarote y la esperara allí, volvería con algo de comida o de bebida para celebrar el comienzo de su nueva vida. Para cuando regresó a la cubierta ya estaban a punto de retirar la pasarela, les dio un dólar a cada uno de los muchachos para que le permitieran bajar y un par de pavos extra a uno de ellos para que le hiciera llegar un mensaje a Alexandra.
Espero que me perdones, esto es algo que debo hacer o pasaré el resto de mis días rumiándolo.
Iré a buscarte cuando todo acabe.
Le dio la escueta nota, escrita en su pequeña libreta, y le dijo al muchacho el número del camarote donde debía entregarla. Escribiría una carta más extensa al hotel donde habían planeado hospedarse. Aunque Patrick no era alguien muy dado a la escritura y era más que probable que tuviera que pedir perdón también por no escribir cuando volvieran a reunirse. Si es que volvía... Pero ¿por qué le importaba tanto Alexandra? ¿Acaso no era sólo una amiga? Tal vez aquella extraña noche en su cuarto le había afectado demasiado. Si todas sus ex lo vieran ahora, perdiendo la cabeza por una chica. En parte lo reconocerían, por aquello de huir de la relación. Aunque ninguna de ellas podría contar mayor faena que la que le había hecho a Alexandra, mandarla sola a Florida en aquel barco... Patrick Kavanagh, detective privado, nunca un paso atrás, excepto cuando las cosas se ponían serias con una mujer.
La bocina del barco hizo que las gaviotas se largaran graznando a toda prisa. Soltaron amarras y el gigantesco barco zarpó. Ya no había vuelta atrás. Alexandra apareció en cubierta con la nota en la mano, mirando perpleja al muelle, buscando con sus desesperados ojos a Patrick hasta que lo encontró y gritó su nombre. Lo miró consternada, quizá exigiendo una explicación, quizá enfadada, tal vez llorando incluso por su ausencia. Patrick no lo supo, ya se había dado la vuelta, de regreso a la ciudad.