Pero dime, y perdona como amigo
si excesiva confianza alarga el freno,
y como amigo explícame la causa:
¿cómo pudo encontrar dentro de ti
un sitio la avaricia, junto a tanto
saber que por estudios poseías.
Canto XXII - L19
Gerardo entró en la Hacienda del señor Ortega, el “Padre” de los Lobos Negros. Ya era uno más de la manada, y gozaba de cierta confianza incluso con los hombres de mayor influencia. El ambiente en el cuartel general de la facción era el de un funeral. Durante meses, la Cuadrilla de Yeates había presionado cada vez más a los mejicanos, y ahora con la llegada de Ridgeway y sus matones, la situación se había vuelto casi insoportable. Para colmo, el asalto al Fuerte Lobo les había dejado tocados, y muchos de los Lobos más veteranos habían partido para perseguir a aquellos malditos rebeldes confederados.
El señor Ortega estaba postrado, con la mirada perdida en algún lugar lejano en la distancia, y tal vez en el tiempo. En en suelo había tirada una botella medio vacía de tequila, y su aspecto distaba mucho de su habitual estilo refinado y elegante.
Gerardo había caminado hasta la Hacienda totalmente encendido de rabia, por toda la situación. Tenía claro que probablemente los hombres de Ridgeway estuvieran, de alguna forma involucrados en lo que le había pasado a Morty. Pero se deshinchó un poco al llegar al edificio. Llevaba unos días sin pasar por allí, porque los ánimos estaban muy deprimidos y no quería ser partícipe de tanta complacencia. Estaba visto que no habían mejorado lo más mínimo durante su ausencia. Hasta el propio Padre parecía estar aún muy tocado por lo ocurrido.
Viendo la situación, Gerardo torció un poco el gesto pero lo recompuso antes de dar unos toquecitos en la puerta entreabierta para hacer notar su presencia.
—Señor Ortega... ¿tiene unos minutos?
El señor Ortega se incorporó en la cama, y forzó una leve sonrisa. Le caía bien Gerardo, y los Lobos necesitaban savia nueva. -Vaya cruda..., dijo y se tocó la sien. -Ándale, Mezcal. ¿Qué te trae aquí?
—Si no se encuentra bien puedo venir en otro momento... —comenzó a decir, pero el Padre hizo un gesto circular con la mano indicándole que dijera lo que tuviera que decir.
—Verá... ha ocurrido algo terrible. Algún jueputa se ha cargado a Morty en los establos esta madrugada —dijo apesadumbrado, aunque pronto volvió a calentarse con la ira contenida— Ya tengo a unos cuantos amigos haciendo averiguaciones ahorita mismo. No sabemos quién es el responsable pero lo encontraremos, no se preocupe Padre.
—Vengo a verle, aparte de para informarle de lo sucedido, porque el pinche cabrón de Ridgeway ha metido su hocico en el asunto, pero no parece que vaya a mover un dedo. Temo que pueda estar detrás de todo esto. En cualquier caso, creo que va siendo hora de ponerle en su sitio, vaya chiste de sheriff —volvió a remarcar con retintín la palabra.
-¿Morty ha muerto?, preguntó Ortega. Parecía afectado por la triste noticia, y se levantó de la cama apoyándose en el cabecero. A pesar de no encontrarse bien, él era un caballero de Viejo Méjico, y no estaba bien hablar de un fallecido estando tumbado en la cama. Los muertos se merecían respeto.
-Pinches cabrones, dijo y escupió en el suelo. -Los gringos de Ridgeway... Los ha traído el señor Yeates que se ha aliado con Bordeux, el dueño de la mina. Esos dos..., hizo un gesto con los dedos indicando que estaban unidos. -Esos dos malnacidos quieren gobernar Judas Crossing.
—No podemos dejar que se salgan con la suya, señor Ortega. Si encontramos al culpable de lo de Morty debemos hacer justicia. Nuestra justicia. —dijo con vehemencia — De lo contrario, nos tomarán por débiles y a saber qué es lo próximo que intentan. Y respecto a Ridgeway, aunque finalmente no tenga nada que ver con todo esto... creo que no estaría mal mandarle algún mensaje.
Nuestra justicia... El señor Ortega asintió con los ojos vidriosos. Los valores de antaño se estaban perdiendo, pero aún existían hombres, hombres de raza, que defendían otra forma de vivir y de morir. -Por el Santísimo, el culpable tiene que pagar. Aquellos establos estaban bajo la protección de los Lobos.
Apuntó con el dedo a Gerardo. -En este pueblo vive el Diablo, ¿sabes? Un pequeño monstruo al que le gusta torturar a las prostitutas. Pero es un hombre malo, y con Yeates de su parte y Ridgeway de sheriff... Ya tiene madura la fruta, para ... agarrarla.
Con las manos hizo un gesto como cogiendo manzanas de un árbol imaginario.
Gerardo se mostró confuso, pues no había oído hablar de tal persona. Es decir, había oído algo de algún jaleo con las prostitutas del que se estaba encargando Rubenstein, aunque tampoco sabía en qué había acabado la cosa. Y mucho menos que el Padre tuviera información sobre el aparente responsable.
—¿Qué queréis que haga Padre? Si sospecháis de ese tal Diablo, quizás Montoya y yo debamos hacerle una visita...
-Montoya está persiguiendo a los canallas que asaltaron Fuerte Lobo. Perdimos a muchos aquel día, y otros faltan ahora porque queremos encontrar a los responsables. Nos hemos quedado casi sin pistolas, Mescal. Y ahora cuando el Lobo está herido y débil es cuando nos atacan los hijoputas sin honor...
Ortega estaba nervioso y alterado, pero logró tranquilizarse un poco. -Mira si tu y los amigos de Mortimer podéis encontrar algo. Yo sospecho que ese francés Bordeaux está detrás de todo esto, pero no sé que trama. Ese hombre retorcido y malvado... El Diablo de Judas Crossing...
—Recuerde Padre, un lobo herido y acorralado es cien veces más peligroso. No acabarán con nosotros tan fácilmente. Así no.
Prometió Gerardo con firmeza. El responsable iba a pagar, y desde luego nadie iba a poner en jaque a los Lobos Negros, no, salvo que pasasen por encima de su cadáver.
—Volveré con Ollerton y los otros entonces, Padre. Veré qué pistas han encontrado e investigaremos al francés también. Usted descanse, le necesitamos bien dispuesto.
El señor Ortega asintió y volvió a tumbarse en la cama con dificultad. Gerardo abandonó la Hacienda y pisó la calle Main Street. Al instante, notó que algo no marchaba bien. Faltaba el habitual alboroto de la gente, apenas había un puñado de personas que se alejaban. Luego vio dos guardias armados con rifles junto al First Bank of the West. Normalmente permanecían en el interior del banco. Más lejos, vio cuatro hombres de Ridgeway con sus gabardinas largas y Winchester, y cuando el mejicano miró a su izquierda vio a lo lejos a Jeb, Nathan y Morgan caminando con paso decidido hacia ellos. Acababan de doblar la esquina desde la calle donde estaba la tienda de Uriah Clemens, que también era la residencia de Mortimer Harnden.
Gerardo esperó en medio de la calle a que Jeb, Nathan y Morgan alcanzasen su posición. Estaba deseoso de saber qué habían averiguado. Debía ser algo claro, porque venían con paso firme y mala cara.
Gerardo esperó a que llegasen sus tres compañeros...
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Gerardo sigue en CapIII-Esc22.3. La oficina del nuevo sheriff