-Ya, estás en lo cierto, contestó Stich cabizbajo. –Tenía que habértelo dicho. Y a los demás. Pero sobre todo a ti.
Comenzaron a caminar de regreso al almacén. En su mano llevaba el fardo envuelto en una manta. –Aquí hay opio para cortar cien veces su peso. Llevarlo en el carro es un peligro para todos. Pero es lo que hay. Se lo diré a los demás, de camino. Tienen derecho a saberlo.
El muchacho suspiró. Era difícil empezar una nueva vida cuando el pasado de uno siempre regresaba. Y en cierto modo, había algo de justicia perversa en el trato que le había dado Cashpaw.
Jeb y Stich tardaron en regresar más de lo previsto, y para cuando lo hicieron Nathan y Gerardo estaban ya considerando en salir en su busca. Junto a los dos estaba el señor Morgan, maleta en mano, decidido acompañar al resto hacia Judas Crossing con la mercancía.
Descansaron lo que quedaba de noche, y por la mañana siguiente muy temprano partieron de Lazarus. A la hora que salieron aún no habían abierto las tiendas, pero en el barrio chino que se estaba formando en Lazarus ya había movimiento. En silencio, los trabajadores asiáticos se movían de un lado a otro cargando con cajas, bultos y cubos de agua bajo la atenta mirada de algunos de los hombres de Ridgeway con sus características gabardinas y portando rifles relucientes.
Entre el ajetreo de la multitud había un hombre que permanecía inmóvil. Terence Ridgeway parecía sopesar la situación, ponderar las opciones de una jugada de cartas en la que le había tocado la mejor mano. Con su único ojo bueno observaba con atención cómo el carruaje se alejaba por el camino que conducía a Judas Crossing. Y sus afilados dientes brillaron cuando hizo una extraña mueca.
cierro escena,
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